miércoles, 10 de julio de 2013

Primeras noches.

Se me caía el mundo encima. Lo único que veía con sentido era la presión que ahogaba mi pecho y me impedía respirar. Cogí el Ipod, me puse los cascos seguidos de una vieja lista de reproducción, refugiarme en la música es lo único que se me da bien últimamente.
Suenan dos, tres, ocho, diez canciones. Parece que me siento un poco mejor.
Siguiente canción, a los dos primeros arpegios la reconozco, me acuerdo de ti y la paso rápidamente. Suena otra mierda comercial.
Vuelve la presión, me siento peor, atrás.
Suena otra vez nuestra canción, aunque hace mil que no la escucho recuerdo la letra a la perfección, y te veo otra vez, en el asiento delantero del coche, con tus palmas a rítmicas y tu voz desafinada, te grito que te calles que no sabes cantar, tú cantas más fuerte y yo río, a carcajadas.
Abro los ojos, sin darme cuenta la canción terminó, la vuelvo a poner. Lloro. Acaba. Vuelta a empezar.
La presión en el pecho se va, da paso a los recuerdos. No me siento mal, al revés, me gusta, me gusta recordarte así. La canción sigue sonando, sonrío, se me caen los párpados.
César y su guitarra siguen contando la estúpida historia del niño que confundía polillas con mariposas según tú.
Duermo.
Gracias Papá.

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